LOS ESTRAGOS Y LUCES DEL ENEMIGO INVISIBLE

LOS ESTRAGOS Y LUCES DEL ENEMIGO INVISIBLE

*Por Pepe Palacio Coronado

Mucho antes de que el coronavirus hiciera su presencia fantasmal en diciembre pasado, comenzara recorrer el planeta con todo el poder aniquilador de una bestia malvada y dejara a su paso una lluvia de lágrimas, una estela de pánico, agonía, enfermos y cadáveres por montones y por doquier, ya innumerables creyentes habían anunciado que percibían señales del cielo sobre el advenimiento de una restauración divina.

Videntes de todos los pelambres habían pronosticado la pandemia para este año y algunos predicadores la habían anunciado en sus púlpitos como una señal demoníaca que venía a estampar la marca de una bestia de las tinieblas. Mucho antes de que este enemigo invisible comenzara a transitar por todos los continentes de la Tierra con esa rapidez y esa voracidad atroz, como queriéndose comer a todos los seres humanos, emisarios de las más diversas religiones y sectas del mundo habían promocionado las profecías bíblicas, sustentando señales de un inminente apocalipsis.

Bill Gates, el cofundador de Microsoft, filántropo y uno de los hombres más ricos del mundo, también predijo la catástrofe. Advirtió en el 2015 que la mayor amenaza a que se enfrentaba la humanidad no era un misil ni una bomba nuclear, sino un microbio con la suficiente capacidad para infectar todo el planeta.

Desde que la enfermedad se hizo una realidad con todas sus consecuencias catastróficas, son múltiples las interpretaciones que sobre su presencia se han hecho desde todos los confines de la Tierra.

Fue entonces cuando comenzaron a surgir otras especies de reacciones desde las comunidades científicas, religiones, sectas y ciencias sociales, así como de políticos y jefes de Estado:

“Este no es un castigo, es una prueba”, dicen unos. “Dios está enseñando y, además, nos está entrenando sobre cómo vivir mejor la vida”, aseguran otros.

Los que desde antes predijeron el desastre con su naturaleza específica y los que predicaron con la biblia reiteraron que ahora más que nunca sus convicciones se mantenían fortalecidas, intactas. Otros han interpretado la pandemia como una lección para que los humanos nos hagamos una idea de los momentos apocalípticos.

Al comienzo, tampoco faltaron los profetas de desastres y los que propagaron con largueza la hipótesis de que se trataba de un virus fabricado en laboratorio como arma de una guerra biológica en la estrategia de ciertas potencias mundiales para atacar a otras y también con el propósito de reducir la población innecesaria del planeta. En fin, brotaron opinadores de todas las especies.

De entrada, comunidades científicas sustentaron que el virus no es una invención humana, sino que es producto de la naturaleza. Desecharon las teorías conspirativas sobre su origen de laboratorio y la intención de propagar el flagelo mortífero. Es decir, echaron por tierra la teoría de una pandemia premeditada.

Por otro lado, masas gigantescas de seres humanos, creyentes y quienes no profesan ninguna fe, reciben la pandemia tal cual, como una tragedia, sin mayores análisis, aunque todos con el mismo temor, sin dejar de imaginarse lo que sería el fin del mundo.

Ellos no le ponen tinte religioso ni de guerra. Tampoco discuten las hipótesis de que el virus proviene del murciélago o de un laboratorio chino. Comparten el miedo al saber que ese enemigo invisible está matando sin piedad y ofrece una muestra intimidante y novedosa de cómo se puede diezmar la especie humana, así como la esperanza de que será la ciencia la que invente las fórmulas de salvación.

Es probable que nunca en la historia se haya sentido este temor colectivo ante la amenaza de la muerte, que fue lanzada por parte de algo tan diminuto como imperceptible. La sola mortandad ha sido tan espantosa que ha generado esa acorralada planetaria con el mayor número de homo sampiens enjaulados.

La prepotencia, la soberbia y la codicia también han reaccionado por medio de famosos personajes, haciendo donaciones y desplegando generosidades inéditas, en buena hora. Por su parte, los filántropos de siempre también han hecho su presencia con la misma humildad. En esa misma dirección, en una tendencia solidaria y abrasadora, son muchísimos seres anónimos que con hechos han exteriorizado lo mejor de su condición.

Es muy probable que nunca, en muchas décadas, en ninguna de todas las generaciones vivientes, los seres humanos hayan abierto los ojos al mismo tiempo, analizado su sistema inmunológico y meditado tanto sobre la vida y la muerte con tanta preocupación como en esta emergencia planetaria.

El nuevo coronavirus, interpretado en ciertos imaginarios colectivos como un demonio escapado del infierno, hizo su presencia terrenal por primera vez en diciembre, en el centro de China. A los tres meses ya había recorrido la Tierra, sin distinguir fronteras, torturando y asesinando personas en todos los continentes.

Este virus invisible, al poco tiempo de su aparición, comenzaba a erosionar la confianza de algunos líderes del mundo que inicialmente lo subestimaron y a desnudar los atropellos inmisericordes contra la naturaleza, así como a las flaquezas inconcebibles y las injusticias estructurales de nuestra civilización. Empujaba hacia la tercera revolución industrial, amagaba con poner en jaque a la economía global y amenazaba con acabar la hegemonía de una potencia mundial. Había mandado al confinamiento a una buena parte de la humanidad, arrinconando hasta los más poderosos y había cobrado la vida de muchedumbres de las más diversas edades, creencias, razas y clases sociales.

Héroes y heroínas administran y soportan el peso y la angustia de la tragedia. Son los abnegados profesionales de la Medicina, asediados por el contagio y la muerte, quienes se dedican a salvar vidas, arriesgando la propia. En cumplimiento de su juramento hipocrático y en muchos lugares del mundo les ha correspondido atender a una avalancha de enfermos leves, moderados y moribundos. Como nunca, han tenido que evacuar cantidades aterradoras de pacientes fallecidos en clínicas y hospitales, cuyos cuerpos son enterrados de manera inmediata por su estado de alto grado de contaminación.

Una de las escenas características y dolorosas de la pandemia está representada en las frecuentes montoneras de cadáveres que se llevan a sepultar sin rituales y sin presencia de familiares.

Mientras en el mundo se propaga el virus como una oleada invisible y mortífera, aumenta el número de contagiados y los muertos se cuentan por decenas de miles, en una carrera contra el tiempo la comunidad científica hace esfuerzos por descubrir el tratamiento y la vacuna que pueda frenar la peor pandemia del último siglo. Esa es la luz de esperanza en medio de esta pesadilla mundial.

Entre tanto, desde las más variadas perspectivas, sociólogos, filósofos, científicos, historiadores y escritores, entre otros, aún en medio de la tribulación, se han aventurado a hacer elucubraciones sobre la forma cómo desembocará esta tragedia y cómo será la sociedad pospandemia. Las voces de varios de estos líderes del pensamiento contemporáneo pusieron en el orden del día la trascendencia de hacer cambios de paradigmas en el nuevo mundo por venir.

Estos líderes también coincidieron en advertir que pandemias como la del coronavirus se volverían a repetir si la actividad humana sigue alterando el ciclo del agua y el ecosistema que mantiene el equilibrio en el planeta.

Lo cierto es que al margen de las evidencias científicas, concepciones filosóficas, creencias religiosas, conjeturas y especulaciones, el coronavirus no ha significado el fin para la humanidad entera, pero sí algo parecido para una parte de ella; no solo por la abultada cantidad de personas que ha muerto y por las que morirán, sino por el monstruoso derrumbe de proyectos y sueños que, para una miríada, significaba la esencia misma de su existencia. Para otra fracción de la humanidad que no lo concibe como el fin del mundo significará tal vez una pausa de reflexiones profundas y desgarradoras y el quiebre histórico de su presencia en la Tierra. Quizás, será para ellos el inicio de una nueva vida con las más disímiles proyecciones. Dicho de otra manera, ellos han aceptado este momento crítico de la historia como el fin de una era, en espera de una metamorfosis del mundo.

Otros revolucionarios autocríticos de esa misma tendencia dejarán atrás el personaje que han representado toda su vida, es decir, sepultarán sus propios cadáveres y se reinventarán para desafiar el futuro. Por otro lado, un segmento de la población, no muy optimista, interpreta esta desgracia como el principio del fin.

Las anteriores forman parte de una variada gama de percepciones sobre la circunstancia histórica, inédita y amenazante, en el que todos los seres humanos nos hallamos insertos, en peligro y en la que nadie goza de inmunidad.

Lo único cierto es que ya se cumplió el quinto mes de la presencia del coronavirus y también continúa la expectativa por los descubrimientos que pueda hacer la comunidad científica. Sin embargo, este asesino sigue su recorrido, imparable. Ha llegado a más 193 países y territorios, en algunos de los cuales ha repuntado con tendencia al alza y deja a su paso más de 3.300.000 infectados y más de 230.000 muertos.

En el recorrido, su virulencia ha golpeado letalmente a países como Estados Unidos, España, Italia, Francia, Alemania y Reino Unido. Su impacto ha sido tan brutal que ha paralizado la economía global, mantiene a millones de personas en el confinamiento y amenaza con desconfigurar el mapamundi de la geopolítica.

Al quinto mes de su aparición, el enemigo invisible no solo ha ocasionado estragos incalculables, sino que ha generado de manera paradójica una fuente de luces para afrontar el presente y futuro de la humanidad. Precisamente el confinamiento ha sido el escenario para una abundante floración de ideas, tesis y toda suerte de expresiones creativas y soluciones innovadoras. El enemigo también ha enviado mensajes positivos y concientizadores. El ecológico es uno de ellos: el confinamiento colectivo, una verdadera penitencia para muchos, ha permitido que la naturaleza respire y nos muestre por tierra, mar y cielo las más diversas y fantásticas expresiones, escondidas por el maltrato y la asfixiante presión de los seres humanos.

En el concierto internacional, dentro de las manifestaciones propositivas para enderezar el camino, comienzan a subir los decibeles de voces para que en este maremoto de la mortandad queden lecciones para todos: que en medio de la tormenta aprendamos a navegar y, cuando pisemos tierra otra vez, no seamos los mismos ni regresemos a hacer lo mismo.

En esta acorralada, la más desafiante de nuestras vidas, en que la supervivencia está en vilo, por fortuna se olfatean vientos renovadores. Da la impresión que entre el miedo y la incertidumbre se estuvieran estrujando las conciencias, con la suficiente fuerza para una revuelta planetaria. Pareciera que se estuviera cocinando una revolución silenciosa en que todo se ha comenzado a revaluar. Millones y millones de seres humanos comienzan a repensarse para redefinir su rol consigo mismos, con la sociedad y el medioambiente. Son también muchas las naciones que ya proyectan establecer un nuevo orden social y económico.

Es una abigarrada masa humana la que espera que sea el nuevo coronavirus el que de una vez por todas le quite la máscara hipócrita a nuestra civilización.

Son muchísimos los que claman por poner en la agenda mundial la necesidad imperiosa de reducir el abismo de desigualdades entre países, clases y personas; los que exigen a los gobiernos que decisiones de ese calibre, radicales y heroícas, como las adoptadas contra el coronavirus, también se pongan en marcha para disminuir el recalentamiento global y evitar la tragedia anunciada del holocausto ecológico.

Es la mayor parte de la humanidad la que hoy clama por un futuro de respeto a la naturaleza y a la ecología, y por un futuro de paz, progreso, libertad y justicia para todos en modelos de sociedades más sostenibles en esta oportunidad de volver a empezar.

*Periodista y escritor.